Comentario
Una de las características importantes del mundo cristiano es la presencia de grupos compuestos por individuos que consagran su vida a la religión, asumiendo voluntariamente determinadas privaciones o sacrificios en nombre de la fe. Estos grupos, conocidos como órdenes religiosas, tienen su origen en san Antonio Abad, a quien tradicionalmente se considera el fundador de la vida monástica. San Antonio Abad vivió entre los siglos II y III d.C., dedicando gran parte de su vida a la oración en medio del desierto egipcio. Por un efecto de imitación, muchos otros siguieron su ejemplo, bien viviendo como ermitaños, bien fundando en compañía de otros fieles nuevas comunidades religiosas, gobernados por un abad o abadesa. El auge de este tipo de actitudes y comunidades se vio fomentado por la propia religión cristiana, que considera el sacrificio y la entrega a Dios mediante el alejamiento de la vida mundana, vista como un foco de pecado, como una forma de vida virtuosa y un acercamiento al Paraíso. Así, quienes renunciaron a sus bienes y oficios para entrar en estas comunidades fueron observados como un modelo de virtud a imitar por el resto de la población.
Pronto, ante el auge de estas comunidades monacales o monasterios, se vio la necesidad de dictar "reglas" estrictas para organizar la convivencia y fijar la manera en que debía ser realizado el servicio a Dios y a la comunidad. En uno de los primeros monasterios, la abadía de Montecassino (Italia), san Benito de Nursia (480-550 d.C.) estableció una "regla" para regular la vida espiritual y administrativa de los miembros de la congregación. Esta "regla", que rige la vida de las comunidades benedictinas hasta hoy en día, sirvió de punto de partida para la adopción de otras posteriores que han regulado la vida de los monasterios durante muchos siglos. En resumidas cuentas, los miembros de las comunidades religiosas hacen voto de castidad y obediencia, siendo su obligación rezar y cantar los Oficios Divinos. Las distintas "reglas" regulan también aspectos como los tiempos de trabajo, oración, descanso o lectura.
Desde finales del siglo IV, el ideal de vida ascético promovió la multiplicación de numerosas fundaciones, con el objetivo de difundir la vida espiritual entre las poblaciones rurales. Los monasterios tuvieron un gran desarrollo durante la Edad Media, convirtiéndose en un aspecto clave de la política de colonización de nuevas tierras. Las comunidades poseían grandes extensiones de terreno y numerosos sirvientes. Buena parte de la vida económica, social y cultural de las gentes medievales se articulaba en torno al monasterio, organizado siempre siguiendo un modelo ideal.
El edificio principal del monasterio era la iglesia, más o menos grandes dependiendo de las posibilidades de la comunidad. El claustro, con jardín y fuente, era el centro de la vida monástica y el lugar donde meditaban y encontraban algo de esparcimiento.
En los scriptoria, los monjes amanuenses se dedicaron a copiar textos, lo que permitió en gran medida la transmisión del saber de la antigüedad greco-romana, que, de otra forma, se hubiera perdido. Cocina, dormitorios, refectorios y sala capitular completaban las dependencias del monasterio.
Autosuficientes, los monasterios disponían de huertos y granjas. Para trabajar en ellos, contaban con el servicio de campesinos dependientes, pues los monasterios actuaban como grandes propietarios o señores.
Simultáneamente, los monjes actuaban en oficios varios, como sastres, zapateros, tejedores, carpinteros o albañiles. Ora et labora, el oficio manual se consideraba tan importante como el ejercicio del espíritu.